Prólogo de Eduardo Moga





CIENTO CINCUENTA MILLONES *


Eduardo Moga



Aunque desde 1992 Enrique Falcón ha publicado diversos poemarios, en realidad la única obra que, desde esa misma fecha, está escribiendo, y que constituye el eje de su producción lírica, es el magno La marcha de 150.000.000, un libro río, potencialmente infinito, cuyas sucesivas entregas conforman uno de los proyectos creativos más singulares y perturbadores de la reciente poesía española. El título del libro se inspira en uno de los poemarios más célebres del poeta revolucionario Vladimir Maiakovski: 150.000.000, una cifra que se corresponde con la población rusa en 1919, año en el que fue escrito. Falcón actualiza esa cifra, que aparece varias veces a lo largo del poemario: es, por ejemplo, el número de niños que mueren en el Tercer Mundo en una década por enfermedades curables. La explícita filiación maiakovskiana de La marcha... evidencia algunas de las claves de su poesía: su compromiso ideológico, su naturaleza épico-fluvial y su sentido antiinstitucional y colectivo.

El compromiso ideológico es evidente. El poeta se refiere a él con frecuencia –«mis dedos comunistas», dice en un poema– y afronta una defensa cerrada de los pobres y olvidados del mundo. Las referencias a los símbolos –La Internacional– o a los cimientos teóricos –El Capital– de la izquierda, se mezclan con una desgarrada descripción de la miseria y el sufrimiento de quienes son, sin excepción, seres anónimos y dolientes, explotados por la sociedad capitalista y condenados a la muerte en vida, o, simplemente, a la muerte. La marcha... es, así, «la historia de los hombres en la cuneta de la historia»: de los desfavorecidos, de los marginados, de los apartados del camino del progreso por el duro manotazo del poder. Sin embargo, esa historia no se momifica en tesis, sino que conserva siempre su frescura de óleo y de acto: «NO SE ARGUMENTA (se narra)», leemos en otro poema. El ideario comunista se refuerza con la fe cristiana, con la que comparte el impulso salvífico e igualitario. El influjo de la Biblia –y el de algunas figuras señeras de la teología de la liberación, como el poeta y sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal– es perceptible en La marcha... y se plasma no sólo en las abundantes notas marginales que recogen citas de sus libros, sino, sobre todo, en los motivos de los versos y en sus opciones léxico-sintácticas. Por ejemplo, en el poema XXIV, una escena nos recuerda a la crucifixión de Cristo: «Aquí, padre nuestro, le izaron las manos como a un perro ardiendo / luces y electrodos, padre, un perro /(...) que la mano no es un clavo / que su mano–; el árbol de la cruz donde está clavada la salvación del mundo...». También, con frecuencia, hallamos el verbo «desclavar», un termino que remite a la figura de Jesús, y cuyo sentido parece claro: rescatar al hombre atormentado de su castigo terrenal. Por último, muchos pasajes de La marcha... tienen un aire sálmico o eucarístico, con repeticiones, y hasta letanías, que refuerzan –casi martillean– el impacto emocional. En el poema III se enumeran diversos pueblos oprimidos, tras cada uno de los cuales se repite un mismo verso: «avanza [o avanzad, o avanzan] con nosotros», algo que incita a la lucha, pero que también connota el «ora por nosotros» del rosario católico, en un buen ejemplo de fusión de acción y redención, o, mejor, de transformación del compromiso espiritual en un compromiso político y material, radicalmente humano.

La naturaleza épico-fluvial –en la que se aprecian ecos del Canto general, de Pablo Neruda– y el sentido colectivo de La marcha... no son un mero sostén teórico o estructural, sino elementos determinantes de su textura, sin los cuales no se comprende la articulación concreta de los versos, su configuración verbal, que es, en última instancia, lo esencial de la poesía. Porque éste es uno de los rasgos capitales de la escritura de Enrique Falcón: frente a los que creen que toda literatura comprometida ha de manifestarse en términos llanos, desprovistos de excrecencias estéticas –y hasta de literaturidad–, que rebajan su voltaje crítico, el poeta valenciano demuestra que puede hacerlo también –y aun con mayor eficacia– con una asunción radical de los procedimientos expresivos de la modernidad, deudores del irracionalismo y la descanonización del arte. En Enrique, el compromiso ético y la denuncia social no excluyen la elaboración lingüística. Muy al contrario, sus versos plasman, en su hosquedad rítmica, en su chirriar morfológico, en sus terceduras semánticas y sus depuradas y muy conscientes anomalías, el concepto o la emoción; o ambas cosas, vueltas ya una. La fractura expresiva y la imaginería agresiva –en las que resuenan, sin duda, los modos del surrealismo– no son, pues, sino «estremencia semiológica», como señala el autor, con neologismo, a su vez, forzado; es decir, violencia verbal que refleja la violencia de la realidad descrita, una realidad de tortura y de duelo, de sangre y de luto: «Abrimos entonces el libro del disparo / y estalló el sudor de las mujeres como una bala abierta / que ardiera en nuestras bocas buscándonos prisa, / un hacha colérica, una endurecida dentadura de musgo. / Abrimos entonces el libro de la sangre...». Esta tensión elocutiva encuentra un correlato natural en los motivos eróticos, que salpican el poemario de duras referencias sexuales –«genital», «semen», «vulva»–, pero que se entreveran, casi siempre, de ternura. Así, en el primer poema del libro leemos: «el oleaje se desliza de tus ojos / parecida tú a ti cuando hablas...»; en el cuarto, el motivo se amplía y ramifica: «parecida tú a tu eco de dientes, tú penetración de insecto en las alas de mis muslos, (...) / parecida tú a tu estallido de venas (son tu tacto) / tus ojos-lástima del cielo...». Observamos, pues, además de esa inclinación por la afectividad que contrarresta los efectos detergentes de la voz denunciadora, la trabazón de los polos metafóricos, la meditada coherencia del todo lírico, que desmiente el aparente desorden de la expresión. El principal mérito de La marcha... radica en la adecuación de todos sus rasgos formales y estructurales –de todo su ser– a la realidad que se narra y, en consecuencia, a la reivindicación que se formula**. Enrique escribe a favor de los desheredados de la Tierra y propugna su liberación, y, coherentemente con ello, construye un libro que incorpore las inflexiones de esas voces olvidadas y los valores que defiende su lucha: el colectivismo o, dicho con mayor justeza, la unión entre los hombres, que abroga el concepto de propiedad y, por tanto, también de autoría; y la destrucción de las jerarquías, que justifican la explotación, y, por ende, la destrucción de la forma única, del tiempo único, del significado único de la obra literaria, que imponen su preeminencia significativa y determinan la dominación intelectual. Por eso hallamos, en primer lugar, un reblandecimiento –y casi desaparición– de los límites formales. La marcha... se divide, sí, en poemas, o más bien en cantos, pero por mera higiene discursiva, no por ilación causal o cronológica. Las composiciones se suceden, aleatoriamente, como fragmentos de una realidad única e indisociable, en la que no se advierte ningún desarrollo argumental, sino una vasta e intemporal totalidad de dolor. El libro empieza donde empieza, pero igualmente podría hacerlo en otro lugar; y también podría acabar de otra forma, o, mejor aún, no acabar, sino prolongarse ilimitadamente, en una suerte de interminable mantra de visión y de protesta.

También es constatable la ausencia de una voz poética que pueda identificarse con un yo. La marcha... parece no tener autor, si por tal entendemos un conjunto cerrado de rasgos psíquicos que impongan cierta ordenación del mundo y que acoten un orbe de experiencias íntimas, formulado en un idiolecto particular. Quien habla, en estos poemas, no es un yo, no es alguien uncido a una identidad, sino un muchos, un otros, un todos: una voz que es la voz de los sin voz, que salta de una garganta a otra, y que de todas afirma la existencia y el padecimiento; una voz, no obstante, que se dirige siempre a un tú o a un vosotros, con ímpetu cordial, como en un abrazo de palabras: «no sabía de (...) tu infancia de puñales / derribando el mundo / brutalmente el mundo / ni tu pena mortal decretada sobre el mundo...». Es éste un procedimiento ya presente en el libro de Maiakovski, cuyo primer verso dice así: «150.000.000 es el nombre del autor de este poema»; y el cuarto: «150.000.000 hablan por mi boca». Consecuentemente, el libro se publicó sin nombre de autor, y el propio Maiakovski escribió: «Quiero que todo el mundo lo retoque y lo mejore. No lo ha escrito nadie»***. En esta colectivización de la voz poética destacan la intersección de discursos y la introducción de deliberadas infracciones lingüísticas, que pretenden reproducir, en muchos casos, el habla menesterosa de los personajes del poema: «estaron», «cuálo».

Finalmente, un conjunto de insólitos recursos, aunque no desconocidos en las prácticas de vanguardia o en los experimentos hiperrealistas, despoetizan el libro, esto es, lo privan de su supuesto misterio, y lo vuelven obra de los hombres y para los hombres, entramado de palabras que pueden contradecirse, u ordenarse de otro modo, o vulnerarse. Todos ellos sirven, como se ha dicho, para desmentir la subordinación que, implícitamente, establece todo texto entre quien lo escribe y quien lo lee, entre quien produce un significado y quien, descodificandolo, se somete a él, entre quien afirma lo inalterable de las formas y quien asume lo inalterable de las formas –y, por lo tanto, de las cosas–. Entre estas técnicas de despoetización figuran la ordenación de los versos mediante números («01 Soy altura de perro. / 02 Naceré en los instantes de cada luz volcada. / 03 Mis nombres me los dieron el libro la bala la guerrilla. ..») o puntos («.. .el nacido llegó / a) no sobre leche con la boca / b) no candelabro ni acogida de incienso / c) no salón no capitel...»), y, sobre todo, las notas al margen, que aportan datos que aclaran ciertas referencias de los versos, y que sustentan sus postulados ideológicos. Algunas veces, estas informaciones saltan al poema y se convierten en versos, como en el poema XI, que transcribe fragmentos de un ensayo de Martín Buber, o en el XVI y el XXII, en los que el poeta introduce en el discurso lírico incisos muy prosaicos y referenciales, como extraídos de un artículo periodístico o un informe económico.


Eduardo Moga

 

* Publicado en E. Moga (ed.): Poesía pasión: doce jóvenes poetas españoles (Libros del Innombrable, Zaragoza, 2004).

** Así lo ha señalado Antonio Méndez Rubio en un luminoso prólogo al libro: «Su atención a los excluidos del progreso no es cuestión sólo de temática, sino también, más en su raíz, de pragmática comunicativa. De ahí que la voluntad de articular un discurso teniendo en cuenta a quienes ni siquieran podrían leerlo, se cruce con una concepción conflictiva de la voz. Registros diferentes delatan una enunciación plural, abierta justamente a la diferencia y al cambio, al desafío y a la intemperie de la alteridad: por eso quien(es) aquí habla(n) de ser un sujeto, sólo puede ser un sujeto alterado, atravesado por los otros mortalmente...». (La marcha de 150.000.000: 1. El Saqueo; 2. Los Otros Pobladores, Valencia, Germania, 1998, págs. 7-8).

*** Poemas (1912-1920), Barcelona, Laia, 1984, pág. 157. Traducción de Santos Hernández, Joaquim Horta y Manuel de Seabra.